viernes, marzo 16, 2012

El bello perfil de una chica en peligro

HÉCTOR PALACIO
vie 16 mar 2012
Se anticipó a mi paso al salir del vagón. Más bien, sin que ella lo advirtiera, me contuve de avanzar. Y al adelantarse, su breve cuerpo quedó ante mí, el talle estrecho, la pequeña cintura, las caderas sugerentes y el trasero redondo y fresco, ajustado por la mezclilla azul ceñida a la pelvis oprimiendo la ajustada blusa blanca de tirantes delgados que permitían apreciar el brillo húmedo de sus hombros y brazos.
Antes de llegar a la estación final, la miré desde mi posición al pie de la puerta de acceso, sentada en esas incómodas butacas del metro que resbalan al pasajero de acuerdo al vaivén de los bruscos arranques y frenos debidos a la lluvia o al operador bajo la alegría de unas cervezas. La observé detenidamente porque sus ojos oscuros circundados de largas pestañas, cejas negras y piel morena clara, era difícil no mirarlos en su brillo intenso y vívido.
Cabellera larga oscura casi hasta el arco de la espalda, me percataría después, cuando caminara delante de mí al subir-bajar las escaleras. Sentada, los ojos me llevaron a sus labios encendidos, al cuello y las orejas de una piel que se adivinaba sutil, tersa, con la suavidad de una elastina eficientemente lubricada a los 17-18 años.
No es que pensara abordarla, simplemente disfrutaba de su belleza. Pero también es cierto que se me imponía una contención. Quizá la civilidad, cierta prudencia. Era tal vez la nítida presencia de una información registrada en la lectura matutina:
Una nota periodística reportaba que del 10 de enero de 2011 al 13 de febrero de 2012, habían desaparecido en la ciudad de México 1872 niñas-adolescentes entre los 10 y 17 años con características físicas similares: Pelo largo, piel morena, 1.60 promedio de estatura, delgada, consistente rango de edad. La Procuraduría y la Secretaría de Desarrollo Social del Distrito Federal coincidían más-menos en las cifras. La Coalición Contra el Tráfico de Mujeres y Niñas para América Latina y El Caribe, alertaba sobre la operación de una red de trata de personas, explotación sexual y tráfico de órganos. El fenómeno se acentúa, señalaba la nota, en las delegaciones fronterizas con el Estado de México, Iztapalapa y Gustavo A. Madero.
Reflexionando la lectura mientras caminábamos, urgente pensé en que quizá debía advertirle; tal vez era mi obligación. Alcanzarla en las escaleras y comunicarle imperiosamente lo leído esa mañana. Indicarle del peligro que corría estando sola. Me contuve, naturalmente. ¿Cómo explicar un abordaje de la nada sin pasar de pronto por un patán, un “Fajardo”, un “Ligorio” mexicano más; o acaso como el  peligro mismo? A menos de que lo hiciera con cierta simpatía; recordé a un amigo conquistador.
Salimos hacia la avenida Tlalpan, ella siempre por delante de mis escasos pasos detrás. Cuando estuve a punto de alcanzarla, ella de súbito se sentó en uno de los pretiles de acceso a la estación del metro. Instintivamente me detuve. Mientras ajustaba el cuerpo al cemento, levantó los ojos y me vio. Nos miramos un instante. Y en una decisión de relámpago, casi forzadamente, continúe mis pasos. Dudando, aún volteé de nuevo y ella no miraba ya sino al tránsito de la calle, a los autos vertiginosos.
Doblé hacia la izquierda y desapareció de mi posible vista. Aún me reprochaba mi falta de determinación cuando me percaté de que en las calles, en todas direcciones, ese perfil se multiplicaba: la decantación de una belleza mestiza. Perfil de una quintaescencia fruto de un proceso biológico y cultural explayado durante centurias en la ciudad del centro del país.
Una desazón me vino entonces. Pensé en la chica, en las adolescentes, en el rango y carácter de la estadística. Imaginé de nuevo el perfil de quien acababa de ver en el metro y recordé un último dato: el 27% de las desaparecidas continúa sin rastro; de ellas no se ha vuelto a saber nada. 

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